Otra simpática familia nos visita, vienen desde pinto a saborear nuestros productos, gracias.
Un grupo de amigas que habían oído hablar de esta casa decidieron conocernos y nos han prometido volver mas de una vez, gracias simpáticas señoras.
TAPAS CANALLAS
Publicado el por Tomás Ruiz del Árbol
Los otros dos artículos sobre Madrid han presentado un panorama
gastronómico sofisticado, en locales chick y barrios elegantes. Pero
creo que el panorama culinario de mi ciudad estaría incompleto sin una
incursión en los bajos fondos de la restauración. Porque Madrid es una
ciudad canalla y para disfrutarla hay que comprender y aceptar su
esencia rasposa y un pelín grasienta. Los platos más populares son el
bocata de calamares, una combinación imposible pero deliciosa, los
callos con pata y morro, los entresijos fritos, las bravas, que no deben
llevar tomate, sino caldo de cocido y pimentón picante… Todos ellos
degustados a ser posible de pie en una barra de formica, sobre la
correspondiente alfombra de servilletas, cabezas de gamba y conchas de
mejillón. Inolvidable crujido que repica en la suela de los zapatos.
Para no dejar este vacío en mi viaje he organizado una excursión-cata con mi pareja, la gran artista María María Acha-Kutscher, y mi amigo Javier Marquerie, connaisseur experto de los callos y otros manjares, y espero que inmune al colesterol como yo. Hemos limitado el recorrido al centro, pese a que es la zona turística, porque hay varios locales de referencia que considero necesario reseñar. Pero se podrían trazar otros muchos itinerarios: La Prospe, Ventas, Vallecas, La Elipa… En todos los barrios hay una gran oferta de tapas y en Madrid no existen todavía, afortunadamente, fronteras que separen a los vecinos por clases, razas o religiones. En Madrid todos vamos por donde queremos y sólo los camareros tienen la prerrogativa de mandarte a paseo si no les gusta el tono en que les hablas.
La primera parada la hemos hecho en Lhardy, que no es precisamente popular, pero desde hace un siglo y medio ha acogido sin conflictos a la canalla que los domingos por la mañana necesita una taza de consomé (2,60 €) para arreglar el cuerpo tras una noche de excesos. Nosotros hemos templado el estómago con este elixir y lo hemos dejado preparado para sensaciones más fuertes, como se verá a continuación.
Después de Lhardy teníamos previstos unos callos en la Bodega La Ricla, pero contra todo pronóstico estaba cerrada en domingo, al menos a la hora en que pasamos. Hace años que no voy por allí, pero sus callos tienen fama. Como premio de consolación comimos media ración en Casa Paco, a la vuelta de la esquina, y que también es un clásico de la zona. El establecimiento, inaugurado en 1933, está renovado con acierto. Conserva lo mejor de la decoración original y a esa clientela de toda la vida que debe tener un bar en el centro de Madrid. Quizás lo más propio en un recorrido como el nuestro habrían sido los torreznos, su hit tapero, pero el programa previsto desaconsejaba empezar con un pelotazo de grasa de tal entidad.

Los callos no estaban mal, pero sin pata y morro, o imperceptibles, mucha harina para espesar la salsa y poco condimentados. Los hay mejores en bastantes sitios. Aún así es una parada obligada en una mañana de tapas por el centro, siempre que no olvidemos que se trata un local muy turístico y seguramente caro en la parte de restaurante. No apunté los precios, pero media de callos, dos cañas y tres o cuatro vinos fueron unos doce euros.
El tercer hito del camino fue el bar Santurce en pleno Rastro. Especialidad la sardina, como su nombre sugiere, y además los calamares fritos y los pimientos de padrón. La señora las hace en una gran plancha de acero y se sirven por docenas (3,60 €), aunque también ponen medias. Ni nos planteamos probar el vino, es un sitio de cerveza. El domingo se llena hasta arriba de un público fiel que no se deja arredrar ni por los lamparones de las camisas de los camareros, ni por un olor que se hace perenne una vez alcanza la ropa y el pelo, ni por la muchedumbre erizada de dedos grasientos – las sardinas se comen con la mano – que hay que sortear primero para llegar a la barra y luego para salir del bar. Eso sí, las sardinas son frescas y están muy ricas. No como en los puertos de Asturias, claro, pero sorprendentes para el pueblote manchego que es Madrid. Atención con el cambio al pagar.

Los Caracoles – el de la calle Toledo, no el de Cascorro – es otro gran clásico
Puerta tradicional en rojo tabernario, interior de bareto sin pretensiones, y en la barra una cazuela hirviente llena de caracoles. Los hacen a la madrileña, en una salsa riquísima que se puede pedir como caldo y te la sirven en un vasito de vino. Como el Santurce, en domingo siempre está atestado. Los caracoles se comen con la ayuda de un mondadientes y su jugo es la segunda pátina de grasas balsámicas que recubre nuestro dedos. Los pedimos acompañados de vermut, que hace un buen contrapunto con las hierbas aromáticas y el picante del caldillo. Creo que fueron siete euros la ración. Aquí también tienen fama los boquerones en vinagre, las croquetas y el pincho de tortilla. Los camareros son mayores, muy amables, de los que quedan pocos por el centro.
Nuestra gran aventura gastronómica acabó en la Freiduría de Gallinejas Embajadores, un clásico entre los clásicos. No es un bar y no tiene barra, es un restaurante pero de cuando no se estilaba usar este nombre en las casas de comida. A la Freiduría se va a comer entresijos y gallinejas en mesa, con tenedor y cuchillo, aunque son innecesarios, y una botella de vino. Nada más entrar se encuentra uno con la cocina: inmensas sartenes llenas de grasa humeante donde se fríen todas las vísceras de cordero que componen el menú. Dentro el local dispone de varias salas decoradas con azulejos de estilo neomudéjar. El público es familiar, del barrio, y me sorprendió que hubiese bastante gente joven, porque a la gallineja no se enfrenta cualquiera. Más bien es un plato que está pasando a la historia por culpa de los prejuicios sobre la alimentación y esos paladares debilitados por el bollycao y las pizzas congeladas.
Un cartel repetido por todas las paredes advierte de que la Real Academia de la Lengua ha enmendado – al fin – su error histórico y en la última edición ya no dice que la gallineja proviene de la gallina, sino que es una víscera del cordero. Por si acaso. Este término comprende prácticamente todo el aparato digestivo del animal. Ahora se usa lechal, pero hace años, en tiempos más duros, eran de recental. No creo que los humanos del presente podamos digerir el intestino frito de un cordero crecido, la verdad. El dueño, Gabino Domingo, con casi sesenta años al frente del negocio -demostración incuestionable de que la gallineja es buena para la salud – ha sabido refinar el plato y ahora preparan por separado cada pieza del estómago e intestino para ofrecer sabores y texturas más específicos: botones, canutos, chorrillos, tiras, pitos picantes…
Nosotros
pedimos lo más tradicional: entresijos (8 piezas 7,20 €), mollejas
blancas (8,90 €) y un zarajo (3,60 €), con patatas fritas (2,95 €), en
la misma grasa, claro, y una botella del vino de la casa (3,95 €). Un
tinto toledano, Fosforero, que en contra de lo que esperábamos no estaba
nada mal, aunque resultaba suave para la intensidad sàpida de las
gallinejas. El garnacha madrileño que probé unos días antes en la
Taberna Laredo, el 4 Monos, le habría ido mucho mejor. El sabor de las
vísceras, sé que esto es lo que los lectores se están preguntando, es a
cordero, fuerte y más grasiento que en preparaciones a la plancha. Las
mollejas, que quizás sea el plato más conocido en su versión light,
tienen una textura delicada. El zarajo, un largo trozo de intestino
enrollado en dos palos de sarmiento, resulta más pesado y con una
textura más próxima a la fibra muscular que a las vísceras. Mi preferido
es el entresijo, que se saca del mesenterio, unas membranas unidas al
intestino delgado. Cada pieza incluye un trozo de intestino, que queda
muy crujiente, y una serie de mollejitas de textura mantecosa. La
combinación de ambas texturas es deliciosa, pero debo advertir que estos
entresijos, que son los auténticos, tienen un sabor más fuerte que los
que se pueden encontrar en algunos bares de Madrid, fritos en aceite. De
postre, una de las mejores manzanas asadas que he probado.
A la salida compré el libro Las Gallinejas, escrito por Gabino Domingo con la colaboración del periodista David Sanz, y tuve la ocasión de conocerlo en persona. Un hombre amable, enamorado de su trabajo y de este barrio adonde llegó con sólo 13 años para ayudar a su tía en el mismo negocio que ahora dirige. Para mí fue un placer y un honor escuchar de sus labios la historia del restaurante y los detalles técnicos de los platos que sirven en la actualidad.
Para no dejar este vacío en mi viaje he organizado una excursión-cata con mi pareja, la gran artista María María Acha-Kutscher, y mi amigo Javier Marquerie, connaisseur experto de los callos y otros manjares, y espero que inmune al colesterol como yo. Hemos limitado el recorrido al centro, pese a que es la zona turística, porque hay varios locales de referencia que considero necesario reseñar. Pero se podrían trazar otros muchos itinerarios: La Prospe, Ventas, Vallecas, La Elipa… En todos los barrios hay una gran oferta de tapas y en Madrid no existen todavía, afortunadamente, fronteras que separen a los vecinos por clases, razas o religiones. En Madrid todos vamos por donde queremos y sólo los camareros tienen la prerrogativa de mandarte a paseo si no les gusta el tono en que les hablas.
La primera parada la hemos hecho en Lhardy, que no es precisamente popular, pero desde hace un siglo y medio ha acogido sin conflictos a la canalla que los domingos por la mañana necesita una taza de consomé (2,60 €) para arreglar el cuerpo tras una noche de excesos. Nosotros hemos templado el estómago con este elixir y lo hemos dejado preparado para sensaciones más fuertes, como se verá a continuación.
Después de Lhardy teníamos previstos unos callos en la Bodega La Ricla, pero contra todo pronóstico estaba cerrada en domingo, al menos a la hora en que pasamos. Hace años que no voy por allí, pero sus callos tienen fama. Como premio de consolación comimos media ración en Casa Paco, a la vuelta de la esquina, y que también es un clásico de la zona. El establecimiento, inaugurado en 1933, está renovado con acierto. Conserva lo mejor de la decoración original y a esa clientela de toda la vida que debe tener un bar en el centro de Madrid. Quizás lo más propio en un recorrido como el nuestro habrían sido los torreznos, su hit tapero, pero el programa previsto desaconsejaba empezar con un pelotazo de grasa de tal entidad.

Los callos no estaban mal, pero sin pata y morro, o imperceptibles, mucha harina para espesar la salsa y poco condimentados. Los hay mejores en bastantes sitios. Aún así es una parada obligada en una mañana de tapas por el centro, siempre que no olvidemos que se trata un local muy turístico y seguramente caro en la parte de restaurante. No apunté los precios, pero media de callos, dos cañas y tres o cuatro vinos fueron unos doce euros.
El tercer hito del camino fue el bar Santurce en pleno Rastro. Especialidad la sardina, como su nombre sugiere, y además los calamares fritos y los pimientos de padrón. La señora las hace en una gran plancha de acero y se sirven por docenas (3,60 €), aunque también ponen medias. Ni nos planteamos probar el vino, es un sitio de cerveza. El domingo se llena hasta arriba de un público fiel que no se deja arredrar ni por los lamparones de las camisas de los camareros, ni por un olor que se hace perenne una vez alcanza la ropa y el pelo, ni por la muchedumbre erizada de dedos grasientos – las sardinas se comen con la mano – que hay que sortear primero para llegar a la barra y luego para salir del bar. Eso sí, las sardinas son frescas y están muy ricas. No como en los puertos de Asturias, claro, pero sorprendentes para el pueblote manchego que es Madrid. Atención con el cambio al pagar.

Los Caracoles – el de la calle Toledo, no el de Cascorro – es otro gran clásico

Puerta tradicional en rojo tabernario, interior de bareto sin pretensiones, y en la barra una cazuela hirviente llena de caracoles. Los hacen a la madrileña, en una salsa riquísima que se puede pedir como caldo y te la sirven en un vasito de vino. Como el Santurce, en domingo siempre está atestado. Los caracoles se comen con la ayuda de un mondadientes y su jugo es la segunda pátina de grasas balsámicas que recubre nuestro dedos. Los pedimos acompañados de vermut, que hace un buen contrapunto con las hierbas aromáticas y el picante del caldillo. Creo que fueron siete euros la ración. Aquí también tienen fama los boquerones en vinagre, las croquetas y el pincho de tortilla. Los camareros son mayores, muy amables, de los que quedan pocos por el centro.
Nuestra gran aventura gastronómica acabó en la Freiduría de Gallinejas Embajadores, un clásico entre los clásicos. No es un bar y no tiene barra, es un restaurante pero de cuando no se estilaba usar este nombre en las casas de comida. A la Freiduría se va a comer entresijos y gallinejas en mesa, con tenedor y cuchillo, aunque son innecesarios, y una botella de vino. Nada más entrar se encuentra uno con la cocina: inmensas sartenes llenas de grasa humeante donde se fríen todas las vísceras de cordero que componen el menú. Dentro el local dispone de varias salas decoradas con azulejos de estilo neomudéjar. El público es familiar, del barrio, y me sorprendió que hubiese bastante gente joven, porque a la gallineja no se enfrenta cualquiera. Más bien es un plato que está pasando a la historia por culpa de los prejuicios sobre la alimentación y esos paladares debilitados por el bollycao y las pizzas congeladas.
Un cartel repetido por todas las paredes advierte de que la Real Academia de la Lengua ha enmendado – al fin – su error histórico y en la última edición ya no dice que la gallineja proviene de la gallina, sino que es una víscera del cordero. Por si acaso. Este término comprende prácticamente todo el aparato digestivo del animal. Ahora se usa lechal, pero hace años, en tiempos más duros, eran de recental. No creo que los humanos del presente podamos digerir el intestino frito de un cordero crecido, la verdad. El dueño, Gabino Domingo, con casi sesenta años al frente del negocio -demostración incuestionable de que la gallineja es buena para la salud – ha sabido refinar el plato y ahora preparan por separado cada pieza del estómago e intestino para ofrecer sabores y texturas más específicos: botones, canutos, chorrillos, tiras, pitos picantes…

A la salida compré el libro Las Gallinejas, escrito por Gabino Domingo con la colaboración del periodista David Sanz, y tuve la ocasión de conocerlo en persona. Un hombre amable, enamorado de su trabajo y de este barrio adonde llegó con sólo 13 años para ayudar a su tía en el mismo negocio que ahora dirige. Para mí fue un placer y un honor escuchar de sus labios la historia del restaurante y los detalles técnicos de los platos que sirven en la actualidad.